Las casas bajas del barrio, con sus jardines y enredaderas que usamos para separarnos de la calle, están empapadas tras la lluvia. Todas tienen el tejado mojado que resalta ese granate arcilloso mediterráneo. Bajan las temperaturas pero tengo que irme: mi maldito rough actitudinal, y todo lo que conlleva. Aunque sea miércoles y no haya pan para el bocadillo algo encontraré en la nevera antes de escapar.
El sonido de la lluvia encharcando el patio se mezcla con el desaliento al oír las noticias de fondo: La inmensa bola de lodo que compartimos a la que llamamos mundo está jodida, y el desahucio social al que sometemos a la mayoría de gente pobre es una auténtica crueldad. Somos cómplices. No existirán jamás las sociedades perfectas, verdad?
La música se entrecorta, no puedo gravar el texto del blog. La cadencia del la nota de la guitarra marca un tempo espectacular. Los downloads a full para consumir como un auténtico yonki audiovisual. Otra vez lo del amor y el paraíso, te repites - no sabes donde vives -, y al final lo único que compensa es una sonrisa y un oh daddy, que te hace entender que todo lo que has hecho hasta ahora ha valido la pena.
Surge un - Quizá yo sea distinto - que desaparece fugaz: para muchos la vida es una mentira, lo único que les importa es que al final las cosas aparenten tener sentido, aunque reconozcan en su interior el avergonzarse de si mismos viviendo en un permanente ridículo.
Cuando levanto la vista percibo la silueta de un hombre algo envejecido con un abrigo azul mirándote a un palmo de la ventana: es mi padre, el jefe. Lleva un paquete debajo del brazo. Estos instantes parecen una escena de Wes Craven: vives el transcurso de tu vida bañado en un ambiente de sordidez absoluta, hasta que reaccionas con impacto visual que te desorienta.