Cegado por la luz del comedor apenas distingues el color de las baldosas, y sólo oyes tus propios pies descalzos al andar hasta la cocina. Absorto vigilas el suave hervir a fuego lento de los espaguetis de sobre, hasta que reclama tu atención la cuenta atrás del inicio de las noticias de las dos de la tarde. El trayecto hacia el comedor también es en silencio. La ventana, el televisor, la cortina o la lampara, no consiguen llenar el espacio: todo queda asombrosamente lejos.
Te cuesta abrir los ojos, así que escuchas la voz en off de la presentadora mientras reflexionas intentando discriminar entre ficción y realidad, pero para cuando te das cuenta se te han vuelto a pegar los espaguetis. El ordenador, la cartera y las llaves de casa rompen la monotonía del mantel amarillo. Lo ordenas y logras habilitar un hueco para un vaso y un tenedor.
El jersey azul - tu preferido -, espera en el plegatín del comedor sobre su horrible funda de rallas anaranjadas, a que después de comer empieces la siesta de las cuatro con un trozo de alguna novela o un fragmento de película mala recién descargada.
Estas irremediablemente solo, y has convertido la casa en la que vives en algo parecido a un piso franco donde refugiarte para poder luchar contra eso que no entiendes pero que tampoco temes; en todos nosotros reside un demonio interior que termina por pedirnos explicaciones. Necesitas saber si efectivamente estás llenando los vacíos de tu vida.
Por la noche el viento te enfría las orejas, quizá sea la voz del otoño que llega para contarte novedades inminentes.
El vacío o la soledad que nadie puede negar que existe es la que aparece cuando estas fuera de casa. Se trata de aprovecharlo y disfrutar aprendiendo a escucharte. Luego, la oscuridad y las horas relativizan todo lo que acontece. Ni los malos son tan malos, ni tú estás tan solo.
Enric
PD: saludos de nuevo, Kay!