Fue el silencio, en un sentimiento indefinido y andrógino, que en forma de explosión ciega inundó todo mi alrededor con un sonido rojo agonizante, sin darme tiempo a fijarme en nada que no fuese mi propio estupor.
Era una punzada en el pecho, porque lo que parecía real fue cierto, las cosas sucedieron, así que tuve que relativizar la distancia hasta los cuerpos difusos de mi entorno, y entre el vapor denso que llenaba el espacio inmediato no pude ver nada.
Traté de abrirme paso, sin corromperme, y cada mañana al recuperar la consciencia después de caer abatido por el insomnio comprobaba que había dejado de creer un poco más, y aún sabiendo que quedaba atrás lo más hermoso de mi juventud prometí hacer a cada instante lo correcto.
La idealización y el orgullo son el peor de los venenos. La melodía se estropea y no queda ningún color que la lluvia no haya arrastrado, difuminándolo hasta el más gris de los tonos que mueren.
No llego a ver por qué nace una emoción tan profunda de nostalgia hacia un instante que todavía no entiendo que haya terminado; y supongo que tendrá que ser así, que mientras lloro y escribo esta mierda la melancolía hacia el sentimiento de amor verdadero me explica que algo ha muerto.
Por fin el verano termina y el ego no duerme en casa. Ordeno las ideas y priorizo lo que es de solución inmediata. Asumo un nuevo rol, que consiste en hacer aún mejor lo que ya hacía correctamente. Me fundo en un espacio tranquilo, de conciencia líquida y de sonido dulce al llegar a la cama, y pienso en esa canción preciosa mientras con lágrimas en los ojos me debato entre belleza o verdad.
Enric
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