Son más de las doce de la noche y me siento frente al ordenador, como un enfermo que no entiende nada y necesita expulsar algo trágico que lo oprime. El tiempo transcurre, y me doy cuenta de que he enmudecido, como si la voz que me hacía llorar hubiese desaparecido. Aunque busco con qué distraerme, el mismo silencio me retiene y me inmoviliza, haciéndome ver que aquello que he de escribir será algo demasiado intenso para poder aceptarlo.
Viene a mi mente el recuerdo de ese espacio líquido en el que estuve sumergido. Ahora no hay infrasonidos ni distorsiones que nublen mi percepción. Es algo indudable e intenso; por eso, silenciosamente tecleo “adiós”, sabiendo que decía la verdad cuando advertí que hay lugares de los que, una vez te has marchado, ya no puedes regresar jamás.
Se me cierran los ojos y la verdad aparece en un déjà vu: sé que mañana me despertaré sin sobresaltos y brillaré de nuevo. El dolor es esa parte de la realidad que me hace saber que no soy un pellejudo, un androide.
Aunque la sensación sea extraña, para mí ya son tiempos mejores. He interiorizado que lo que nos queda es lo comido por lo servido, y no hay mejor manera de decirte adiós que hacerlo aquí y ahora.
Enric
P. D.: ¡Oh! Releyendo cosas del 2005 encontré esta maravilla.